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Añoranza
Desde
las intrincadas y agrestes colinas de las montañas, podían contemplarse los más
insólitos paisajes de majestuosa e inhóspita belleza. El día era soleado y una
ligera brisa acariciaba las verdes praderas del valle. Tan sólo el aletear de
algún abejorro o el breve murmullo del viento, al frotar las suaves hojas de
los castaños y los arbustos del monte bajo, introducían alguna distorsión en la
belleza sinfónica del silencio natural.
En
otras ocasiones, cuando escalaba las escarpadas cumbres, de repente era
sorprendido por alguna tormenta veraniega. El espectáculo era sobrecogedor,
pues el cielo se oscurecía como si hubiera fenecido el Astro Rey. La insólita
furia de un fuerte ventarrón arrastraba todo a su paso y, por precaución, no
quedaba más remedio que resguardar nuestra persona bajo las cornisas, entre las
grietas de la salvaje montaña.
En
dichas situaciones, el silencio callaba y la incontinente furia tomaba su
merecido relevo; pero todas esas cosas las amaba, pues formaban parte de la
madre naturaleza y además, demostraban ser indicio de que la vida bullía por
todas partes.
Pero
Hoy, la tranquilidad es lo que impera a mi derredor; y quieras que no, algo de
añoranza me embarga. La melancolía nos corroe el Alma y el miedo al gris
aburrimiento es lo que nos motiva, de nuevo, a salir de paseo por las laderas
de nuestra bella y cercana montaña.
Todo,
todas las maravillas que me rodeaban eran el sobrenatural aliciente que me
impulsa, todas las mañanas, a incorporarnos del lecho con una sonrisa en los
labios y cantando interiormente, a modo de alabanza, procurando sintonizar con
la partitura de la música de las esferas.
Eso
es lo que escribo, en el presente; pero en realidad, todo ello no es más que
puro romanticismo caduco y fuera de su tiempo. Soy un romántico hasta la
médula. Que le vamos a hacer. De hecho, en cierto modo, interior o externamente
todos somos un poquito así. La ilusión mueve nuestras vidas; pero amigos míos,
cuando nos invade la tristeza y nos acosa la enfermedad, la soledad, o la
muerte se asoma a nuestras vidas, ¡Ah!..., entonces no nos acordamos de los
bellos momentos vividos, pues el dolor y el sufrimiento nos lo impide.
Quizá,
todo lo anteriormente dicho, me haya conducido a las puertas de una humilde
meditación:
Los
momentos bellos y de aparente felicidad son fugaces aunque, sin embargo, nos
quedan grabados en el corazón como si de una venenosa flecha se tratara. Si
intentásemos arrancárnosla, con la intención de no sufrir, el dolor más
indescriptible nos desgarraría hasta convertirse en un tormento de insoportable
eternidad.
Estoy
convencido, en el fondo, que todo ello no es más que el efecto producido por
una causa tan antigua como el propio Tiempo. Alguien, que no somos nosotros;
pero que sin embargo vive enquistado en nuestro interior, cuando aún tenía
consciencia, grabó en nuestros genes la belleza de un mundo perdido e ignorado
en el presente.
Esa
Verdad es recordada, de forma subliminal en lo más profundo y recóndito de
nuestro interior, cuando algo semejante toma forma ante nuestros sentidos
naturales.
Puedo
llegar a sentirme como prisionero de una escafandra. Esta me impide percibir la
brisa y no puedo disfrutar la fragancia floral. Tampoco oigo el celoso
canturreo de los pajarillos; pero puedo vislumbrar, gracias a la transparencia
del cristal, el movimiento de las ramas de los árboles, contemplar el bello
color de las flores que se atraviesan en mi caminar de primavera, y muchas cosa
más...
No
sé si soy capaz de explicarme. Algo, más fuerte que yo, me impulsa a intentar
salir de la dolorosa coraza que me aprisiona y que envuelve al Ser en una noche
tenebrosa de eternidad indefinida. Necesito sentir las cosas en toda su
plenitud y pureza. Necesito conocer la Verdad. Conocer la Belleza. Lo intento una y otra, y otra..., y otra vez;
pero no lo consigo.
Pasa
el tiempo y mi voluntad no ceja. Entonces la terrible obsesión por el disfrute
de lo desconocido se me hace insoportable. Debo salir de aquí, como sea, y
buscar ayuda entre mis semejantes. En dicho pensamiento encuentro el germen de
una horrible verdad. Todos se encuentran en la misma situación; pero además,
algunos se lo toman con tal parsimonia que no tienen ningún interés en sentir
lo que yo intuyo que se podría sentir.
Durante
toda nuestra vida, hemos buscado los medios necesarios para poder romper la
prisión que agobia nuestra natural inquietud.
¿Por qué busqué tras la opaca transparencia de la máscara? ¿Por qué no
se me ocurrió buscar en nuestro interior? ¿Por qué no traté de leer lo que mi
código genético procuraba hacerme ver?
Ahora
puedo entenderlo. Introduzco mis enguantadas manos en un amplio bolsillo del
férreo traje y allí encuentro una simple y humilde llave. Tan simple como
retirar el casco y el cielo y la tierra vienen a mi encuentro con su
simplicidad, frescura y belleza.
Lo
primero que se me ocurre es que debo mostrárselo a los demás y así lo intento.
Iluso de mí. Mis más oscuros pensamientos son realidad. Nadie me cree. Ningún
ser humano quiere quitarse la escafandra porque piensan que si lo hacen
morirán. De mí tan sólo piensan que soy un loco. Después de lo acontecido me entra una gran
congoja que inunda con abundantes lágrimas mi triste mirada. Se me nubla la
vista y me encuentro, de nuevo, viendo el mundo tras la opaca distorsión
glandular.
Ahora
tengo que encontrar aquello que un día hallé y que por un falso amor perdí.
Pero esta vez no seré tan ingenuo y procuraré no compartirlo con el Mundo hasta
que no nos encontremos, tanto él como yo preparados.
Ojalá,
amigos lectores, todo fuera tan sencillo... ¿verdad?; pues todo esto no es más
que una metafórica alegoría de lo que muy bien podría ser el sentimiento de la
Verdad. La Verdad que esconden nuestros genes desde antes de la formación de la
primera célula terrenal. También podría
ser que no encontremos palabras para expresar la belleza que nuestro corazón,
espiritual, debió sentir en algún momento de su eterna existencia; cuando por
un casual, entrara en contacto con algo sublime y amorosamente celestial.
Quizá
os esté y me esté mintiendo.
- Es posible que así sea amigo –algunos me dicen, pero si fuese verdad lo
que nos has contado..., entonces merecería la pena arriesgar nuestras vidas,
tan sólo, para comprobar que la felicidad derivada del auténtico Amor puede
existir. Ese Amor podría ser la Verdad escondida que nos dirige como individuo,
como especie y como parte solidaria de todo el Universo hacia un destino que
todavía nos es velado. Quizá no debamos
intentar arrancar la flecha que antaño nos fuera clavada, sino hundirla más
profundamente en nuestro corazón.
*
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